Es el lema de la reforma educativa que anuncia el gobierno francés. Suena bien “democratización y excelencia”, pero ¿no se trata de un objetivo imposible, por contradictorio? En cualquier ámbito de la vida, del deporte a la ciencia pasando por el arte o la gastronomía, la excelencia es minoritaria, por mucho que le pese al igualitarismo dominante. La distribución del talento se expresa en una implacable curva de Gauss: unos pocos muy malos, una amplia mayoría de gente normal, y otros pocos muy buenos.
Hay una corriente educativa que pretende ver, utópicamente, en cada niño a un superdotado. Este planteamiento encaja con los intereses de muchos padres, empeñados en que sus hijos triunfen a toda costa. Esos padres consideran al hijo –en muchos casos, se trata de hijos únicos- como elemento esencial de su proyecto de vida en común, planificado hasta el último detalle. Con frecuencia, cegados por un amor bienintencionado, se proyectan en ese retoño para que triunfe allí donde ellos no estuvieron a la altura: por ejemplo, deportistas del montón empeñados en convertir a sus hijos en campeones, para lo que están dispuestos a invertir tiempo, esfuerzo y dinero sin límite.
Ha surgido así un mercado para expertos de la excelencia ficticia, autores de libros y conferenciantes, que aprovechan con habilidad el ego de tantos padres ingenuos. No todos los estudiantes son superdotados, como sabe cualquier docente con un mínimo de experiencia en el aula. Hacérselo creer así a alumnos mediocres es un engaño perverso, que los llevará a la frustración en cuanto la vida ponga a prueba su capacidad. Está mal que esos supuestos expertos se aprovechen de la buena fe de los padres, pero es peor todavía que lo haga el Gobierno, prometiendo un imposible.
Cosa bien distinta es tratar de asegurar la igualdad de oportunidades para todos; en especial, hay que ayudar a los alumnos con talento, para que no dejen de estudiar por falta de recursos. La igualdad en el punto de partida se convierte entonces en un objetivo deseable y posible. Es demencial pretender esa igualdad en el resultado final, en el aula o en la vida: las personas muestran desempeños muy diversos, en función del esfuerzo aplicado, las propias preferencias, la salud o la suerte. Así lo entienden incluso representantes de la izquierda capaces de superar el doctrinarismo ideológico, como el nuevo alcalde de Londres, que ha evitado la demagogia de prometer la creación de miles de puestos de trabajo. Al margen de que no son los políticos quienes crean empleo, se ha comprometido a luchar para que todos tengan las mismas oportunidades. Luego, cada uno deberá labrar su futuro de modo responsable. He ahí un alcalde que no engaña a la gente con promesas tan atractivas como inviables.
Una manera fácil de lograr que todos los alumnos obtengan buenas calificaciones, y puedan creerse excelentes, consiste en rebajar la exigencia. Esto se consigue regalando las buenas notas y eliminando del plan de estudios asignaturas difíciles y “poco útiles”. En esta línea, el Gobierno francés ha decidido suprimir materias tradicionales como griego y latín y recortar el alemán. Las condenan su carácter elitista y su dudosa contribución a la empleabilidad. Esta última se ha convertido en el mantra de la política educativa occidental, coartada para cometer todo tipo de desafueros reformistas. Para hacer más digerible la ruptura con la tradición, el gobierno de Hollande anuncia que el mundo clásico seguirá presente en el plan de estudios: una “Introducción a la antigüedad clásica” ocupará el lugar de los proscritos griego y latín. Supongo que se impartirá con la ayuda de abundante material audiovisual…
El reformismo francés podría aprender de la picaresca hispánica. Como es sabido, Andalucía encabeza el poco honorable ranking del fracaso escolar en España. La Junta tuvo una idea sublime para mejorar sus cifras: premiar económicamente a los profesores que aprobaran más. Es lógico que el Gobierno andaluz sea de los que se oponen a la evaluación externa de los alumnos y a la publicación de los resultados por colegios. Tamaña “agresión a los derechos humanos” dejaría en evidencia a esos centros públicos subvencionados para aprobar. Y los padres, tratados como menores de edad, de ninguna manera deben estar en condiciones de comparar la calidad de los colegios: podrían tener la peregrina ocurrencia de querer elegir para sus hijos los centros donde se aprende de verdad. Es otra manera de lograr la excelencia: mediante la falta de transparencia y el soborno.
En cualquier caso, a la francesa o a la española, los alumnos son las víctimas inocentes del furor reformista que se apodera de los burócratas. Los adoradores de la empleabilidad como norte de la política educativa insisten en que no podemos ni imaginar el tipo de trabajo que demandará el mercado dentro de veinte o treinta años. Jovellanos definía la formación humanística como “aprender a pensar, hablar y escribir bien”. Es dudoso que empobrecer todavía más esa educación básica pueda ayudar a nuestros alumnos a afrontar con éxito los retos del futuro.
Alejandro Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra