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Élites en la picota

Un año más -y ya van 47- el Foro Económico Mundial ha reunido en Davos a la jet set económica y política: más de 3.000 participantes, de cien países. Entre ellos, los dirigentes de los más importantes organismos internacionales y cuarenta jefes de Estado o presidentes de gobierno. La estrella fue, sin duda, Xi Jinping, el líder chino. Esta vez la élite política estadounidense se quedó en casa, para asistir a la toma de posesión de Trump; pero ahí estaban Joe Biden y John Kerry, vicepresidente y secretario de Estado de Obama, y también Anthony Scaramucci, uno de los más estrechos colaboradores de Trump, a la cabeza de 800 directivos de  importantes empresas norteamericanas. Los “hombres de Davos” gustan de rodearse de representantes de la sociedad civil, y en esta ocasión les acompañaban artistas como la violinista Anne-Sophie Mutter o la cantante Shakira.

Las élites saben que corren el peligro de vivir en su burbuja, de  espaldas a la gente de la calle. El lema de este año se proponía justamente prevenir ese riesgo: “Escuchar con atención, actuar con responsabilidad”. Es dudoso que lo hayan conseguido, según nos indica el barómetro que mide  la confianza en el mundo. La consultora internacional Edelman elabora cada año su «Trust Barometer”. Se trata de una investigación solvente, reconocida por todos. De mediados de octubre a mediados de noviembre encuestan a 32.000 personas en 28 países. A eso añaden entrevistas en profundidad con 6.200 líderes mundiales. Edelman utiliza esos datos como base para su trabajo de consultoría, y su presentación pública constituye cada año uno de los momentos culminantes del Foro de Davos.

El resultado de este año no puede ser más demoledor: la gente no se fía de las élites y piensa que “el sistema” ya no funciona. No voy a aburrir al lector con cifras y cuadros y me limitaré a resumir las principales conclusiones.  Los ciudadanos de a pie perciben que los dirigentes políticos y económicos buscan su beneficio particular.  Los de “arriba” van a lo suyo y dan la espalda al pueblo que los votó y a la gente que trabaja para ellos y compra sus productos. La responsable de Edelman para Alemania, Susanne Marell, fue bien tajante al describir la situación: “No podemos negar o embellecer la verdad: tenemos -también en Alemania- una crisis de confianza profunda y duradera. La gente ya no presta crédito a los empresarios. Esta es la realidad”. No les va mejor a los políticos, que suspenden sin paliativos. La conclusión es obvia: “Necesitamos en el gobierno a reformadores auténticos, capaces de pilotar el cambio imprescindible”.

Como era previsible, la reunión de Davos dedicó mucha atención a la “cuarta revolución industrial”: inteligencia artificial, robótica, internet de las cosas, big data. Se prometen cambios formidables, pero la población se siente insegura y tiene miedo. Hay temor a que las máquinas priven de empleo a las personas.  La globalización y la digitalización, que iban a ser la llave para un futuro próspero,  aparecen ahora como enemigos peligrosos. Nacionalismo, proteccionismo y fundamentalismo se convierten en reflejos defensivos frente a un mundo que se ha vuelto indescifrable. El 70 % de los encuestados declara que los intereses nacionales deben prevalecer sobre los del resto del mundo, y el 72 % sostiene que el gobierno debe proteger los puestos de trabajo locales, aunque eso vaya en detrimento  de la productividad. La mayoría de la gente reacciona con escepticismo ante la innovación, como si le resultara imposible asimilar cambios tan rápidos. Esos ciudadanos asustados querrían detener el progreso, pero intuyen a la vez que el proceso ha cobrado vida propia y se ha vuelto imparable. Tampoco confían en la capacidad de los gobiernos para invertir la tendencia. No sorprende que en este suelo crezcan ejemplares como Trump o los populistas europeos.

Enfrentar a élites autosuficientes con un pueblo inocente y explotado  resultaría simplista. Es verdad que algunas de esas minorías privilegiadas se han instalado en un solipsismo que clama al cielo, pero en ocasiones los integrantes de las élites proceden del mismo pueblo (hay movilidad). Y en otras, la gente parece no tener alternativas que oponer a la gestión de sus dirigentes: no se explica de otro modo que partidos y políticos corruptos sigan obteniendo un respaldo popular masivo. O el electorado es tan corrupto como sus gobernantes o hace la vista gorda cuando los que roban son de “los nuestros”.

Davos y Edelman nos recuerdan, una vez más, que urge una reacción por parte de las élites. Reconocer el problema es el primer paso para buscarle solución. No ayudan reacciones como las de los políticos que atribuyen su descalabro electoral a la incapacidad de los votantes para entender su mensaje. O que, en un alarde de condescendencia, llegan a admitir que tal vez no supieron explicarlo adecuadamente.  Todos somos responsables, pero los que disponen de más recursos, materiales e intelectuales, están más obligados a dar el primer paso.

Alejandro Navas, miembro de Co.CiudadaNa

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